En tiempos donde la política parece tener dueños, en épocas
donde un relato construido artificialmente trata de imponerse a la
realidad y en instancias donde la prepotencia ideológica y
programática amenaza con llevarse puestas a las instituciones,
ahora, más que nunca hace falta un Alfonsín.
Me dirán que vivo de recuerdos, que ya le pasó el cuarto de hora a los
que creemos en el diálogo como método para llegar a soluciones políticas
y que ya es tarde para apostar al pluralismo sin dar el brazo a torcer en lo
que hace a nuestras más íntimas convicciones.
En momentos donde todo parece tener precio, hay valores que no se
compran ni se venden.
Estoy convencido de que el péndulo que pone a los argentinos de un lado
al otro de la grieta naturalmente tenderá al equilibrio. Y ese equilibrio no
será la ausencia de vida sino el triunfo de la tolerancia sobre el fanatismo;
será el reencuentro con el otro respetando nuestras diferencias y
sabiéndonos todos copropietarios de la Nación en busca de su destino.
Ayer el kirchnerismo y hoy el mileismo, ambos con su carga de
resentimiento e ideologismo prepotente, son las dos caras de un espejo
invertido que nos devuelve la imagen de un país atenazado.
Hoy los paladines de la libertad tratan por todos los medios de imponer su
visión del mundo en función de sus objetivos. Detestan lo diferente, odian
al pluralismo y arrasan con la institucionalidad. En nombre la libertad
hasta están dispuestos a sacrificarla.
Ayer los genios de la justicia social fundieron al país dándole a la
maquinita para generar una ilusoria sensación de bienestar mientras se
robaron todo.
Ni uno ni otro es el camino. Con una mitad de los argentinos sólo nos
espera el desastre.
El camino sigue siendo el que nos indicó Raúl Alfonsín; el de la
democracia plena con controles institucionales cruzados; una economía
inclusiva que busque modos sustentables de expansión; una justicia no
amañada; unas relaciones exteriores serias, atentas a los cambios
mundiales y de provecho para la Nación. Un país en el que se respete
tanto a los niños como a los viejos; a los docentes, a los médicos, a los
científicos, a los creadores de empresas y también de arte. Una Argentina
cuyo motor sea algo mucho más grande que el producto del campo, una
Argentina que se integre al mundo de manera ventajosa e inteligente y no
de manera servil arrastrándose para conseguir alguna migaja de los
poderosos.
Un país donde los derechos humanos sean una conquista de todos y no
una reivindicación de fracciones en la que el pasado siempre está en
disputa obstaculizando el camino hacia el futuro.
Alfonsín lo intentó. Hizo bien muchas cosas y otras tantas salieron mal.
Pero nadie puede decir que él abogó por un país a medias o para una
minoría. Él nos abrazó a todos y luego fuimos nosotros los que perdimos
el rumbo.
Recordarlo en un día como hoy es saber que hay otro camino. Camino
que, más temprano que tarde, va a volver a hacerse visible y transitable
a fin de “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz
interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y
asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra
posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el
suelo argentino”.